21 de enero de 2007

Para cambiarle la onda, ahí va un cuento

Aca estoy, transmitiendo desde el pueblo costero de Las Toninas, soportando altas dosis de playa. ¡Que vida dura! Pero no se pueden quejar, ya que les posteo acá un cuento. Lo escribí hace bastante, pero es muy bueno. Más que cuento, es una construcción de personaje, pero igual me gusta mucho.
Ya me pareciá que tenía que postear algo un poco menos abstracto, por decirle de alguna manera, y postear algo que no tenga tanto que ver con mis propos sentimientos: Un personaje que tenga vida propia. Disfrúenlo:


Era una mañana fría y el cielo estaba cubierto de nubes. El detective Ernesto Ditray estaba, sentado, con un café en una mano y la mirada fija en la terminal de buses, esperando ya cansado a un nuevo detective ayudante.

Con sus escasos cabellos grisáceos, su mirada fría y dura, era un hombre imponente. Cuando era joven lo era aún más, pero a los 55 años y con bastantes kilos de más había perdido un poco el toque.

Y Ditray era, definitivamente, un hombre sin paciencia. No hacía más de 10 minutos que estaba allí y ya estaba dispuesto a levantarse e irse. Sin embargo, debía esperar a su nuevo compañero de trabajo porque “órdenes son órdenes”, y Ditray no era la clase de hombre que las cuestionaba.

El nombre del joven al que esperaba era Miguel Coldentoy, proveniente de un pequeño pueblito llamado Río Rojo, que se perdía en la inmensidad del mapa. A decir verdad, se escondía, ya que nadie podía ubicarlo nunca.

Ernesto soñaba despierto, y volvía a la realidad abruptamente cada vez que llegaba un bus. Nadie conocía al tal Coldentoy, por lo que debía esperar que este viera el cartel con su nombre que tenía a su lado.

Ditray tomó el último sorbo de café y arrojó el vaso de plástico a un tacho de basura. Registró sus bolsillos en busca de cigarrillos, pero no halló ninguno. Entonces recordó a su difunta esposa y su promesa de que dejaría el vicio de fumar y, a pesar de su creciente deseo, no se levantó a comprar otro paquete de cigarrillos y prefirió apaciguarlo con el buen vicio de mirar muchachas con curvas pronunciadas.

Observó bajando de un bus recién llegado a una hermosa joven pelirroja de pelo largo, con una pollera corta violeta y una muy escotada blusa roja. Para su desgracia, como su trabajo de detective implicaba fijarse muy bien en los pequeños detalles, eso fue exactamente lo que hizo, y encontró el resplandor de un anillo con diamante (o piedra preciosa o algo así, tampoco se las iba a dar de Sherlock Holmes), y también divisó a un muchacho, de una edad aproximada a la de la joven, que corrió hacia ella y le dio un abrazo de bienvenida. Después llegó lo que podría ser su madre (o su abuela, ya que parecía bastante anciana), con un carrito de bebé. La joven saludó a la anciana y luego sacó a la beba de su carrito y la sostuvo en brazos y la besó.

Esa reunión familiar hubiese sido muy bonita en otras circunstancias, pero a Ditray, que buscaba entretener la vista con mujeres de curvas ostentosas, le disgustó bastante y le arruinó la diversión, e inmediatamente se puso en búsqueda de otros cuerpos fabulosos. -Ya me imagino lo que diría Mónica si me viera observando mujeres- pensó Ernesto y se rió para sus adentros.
Su esposa, que había muerto hacia 2 años, ocupaba la mayor parte de sus pensamientos, tal vez más que cuando ella estaba viva. Ernesto recordaba solamente los momentos felices que había pasado con ella y, aunque habían estado casados durante 28 años, esos momentos escaseaban. Su esposa murió en un accidente de auto, pero el real problema era que el auto que se estrelló contra ella era un ladrón en fuga, que estaba siendo perseguido en ese momento por Ernesto. Él se culpaba de la muerte de su esposa, y la única manera de limpiar su conciencia era cumplir con todas las promesas que le había hecho. Ya había dejado la bebida, había vendido su colección de muñequitos de negritos que tocaban casi todo instrumento inventado (y hasta algunos por inventar) que eran totalmente horribles, pero que a Ditray le encantaban, y, además ya estaba dejando de fumar.

La única promesa que no había cumplido y que no iba a cumplir era dejar su trabajo de detective. Aunque a veces el trabajo fuera cansador y hasta perturbador, era su vida. Aunque, lo que en realidad le preocupaba a su esposa era que además, fuese su muerte. Pero a Ditray no le importaba en absoluto, prefería morir antes que perder su trabajo.

Ernesto se perdió en sus pensamientos, en sus recuerdos, recuerdos de épocas más felices, épocas con su esposa, la misma esposa que le había ayudado a resolver tantos casos. Y ahora que ella no estaba, se sentía incompleto, se sentía un solitario rodeado de gente. Y la soledad lo devoraba gustosamente por dentro, devoraba su alma, sus buenos momentos y el placer que le daba su trabajo. Cuando llegaba a su casa, grande y vacía, después de un día que de trabajo duro y sin sentido, escuchaba susurros del pasado, y una felicidad que no podría ser nunca más. Lloraba en silencio y sin lágrimas, en los rincones oscuros de su mente. Saludaba a la Muerte por los corredores de sus memorias y la saludaba con un gesto con la mano, como si fuese un compañero de toda la vida. Ditray no odiaba a la muerte, era inevitable, y con su trabajo la veía tan seguido que eran casi amigos. Ditray, además de culparse a sí mismo, culpaba al destino, pensado y escrito por Dios. Simplemente los odiaba.

Por cada día que pasaba, peor se desempeñaba en el trabajo. Allí sólo tenía enemigos y no era muy reconfortante. Ditray no tenía amigos, no tenía familia, no tenía nada más que su trabajo, y ya lo estaba perdiendo.

-¿Detective Ditray?-.

Ernesto se sobresaltó y miró para atrás. Un joven, de pelo castaño, flaco y pálido lo observaba.

Era Miguel Coldentoy.

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